1. En defensa de la felicidad. Capítulo 12. Fragmento

En defensa de la felicidad. Capítulo 22. Fragmento
Ricard Matthieu (2005) En defensa de la felicidad, Urano, España.

EL ODIO

La cólera, precursora del odio, obedece a la pulsión de apartar a cualquiera que constituya un obstáculo para las exigencias del yo, sin consideración hacia el bienestar de los demás. Se traduce asimismo en la hostilidad que experimentamos cuando el yo se ve amenazado, y en el resentimiento cuando ha sido herido, despreciado o ignorado. La malevolencia es menos violenta que el odio, pero más insidiosa e igualmente perniciosa. Prende en el odio, que es el deseo y el acto de perjudicar a alguien, directa o indirectamente, destruyendo las causas de su felicidad.

El odio exagera los defectos de su objeto y pasa por alto sus cualidades. La mente, obsesionada por la animosidad y el resentimiento, se encierra en la ilusión y se convence de que la fuente de su insatisfacción reside totalmente fuera de ella. En realidad, aunque el resentimiento haya sido desencadenado por n objeto exterior, se encuentra en nuestra mente. Mi maestro Dilgo Khyentsé Rimpoché explicaba:

El odio o la cólera que podemos sentir hacia una persona no le son inherentes, sólo existen en nuestra mente. Cuando vemos a quien consideramos un enemigo, todos nuestros pensamientos se centran en el recuerdo del daño que nos ha hecho, en sus ataques presentes y en los que podría llevar a cabo en el futuro. La irritación y más tarde la exasperación nos invade, hasta el punto de   que ya no podemos soportar oír su nombre. Cuanto más libre curso damos a esos pensamientos, más nos invade el furor y, con él, el deseo irresistible de coger una piedra o un palo. Así es como un simple acceso de cólera puede conducir al paroxismo del odio.[1]

 El odio no se expresa sólo mediante la cólera, pero esta última estalla cuando las circunstancias se prestan a ello. La cólera va unida a otras emociones y actitudes negativas: agresividad resentimiento, rencor, desprecio, intolerancia, fanatismo, maledicencia y, por encima de todo, ignorancia. También puede nacer del miedo, cuando pesa una amenaza sobre nuestra persona o sobre seres queridos.

Hay que distinguir asimismo el "odio cotidiano”, el que guarda relación nuestros allegados. ¿Qué debemos hacer cuando odiamos a un hermano, un socio o un ex marido? Esas personas nos obsesionan. Su rostro sus costumbres, sus defectos repetidos hasta la saciedad alimentan sin descanso una aversión cotidiana que puede rayar en la execración. Conocí a un hombre que se ponía rojo de  ira en cuanto mencionada el nombre de su mujer que lo había dejado...hacía veinte años.

Los efectos nefastos e indeseables del odio son evidentes. Basta con mirar un instante dentro de uno. Bajo su dominio, la mente ve las cosas de una manera no realista, lo cual es fuente de frustraciones interminables. El Dalai Lama de una respuesta: "Cediendo al odio, no necesariamente causamos daño a nuestro enemigo, pero con seguridad nos perjudicamos a nosotros mismos. Perdemos la paz interior, ya no hacemos nada de forma correcta, digerimos mal, dejamos de dormir, ahuyentamos a los que vienen a vernos, lanzamos miradas furibundas a los que tienen la audacia de cruzarse en nuestro camino. Hacemos la vida imposible a los que viven con nosotros e incluso nos alejamos de nuestros amigos más queridos. Y como los que se compadecen de nosotros son cada vez menos, estamos cada vez más solos [...] ¿Para qué? Aun cuando llevemos la rabia al extremo, jamás eliminaremos a todos nuestros enemigos. ¿Conocéis a alguien que lo haya conseguido? Mientras alberguemos en nosotros a ese enemigo interior que es la cólera o el odio, por más que destruyamos hoy a nuestros enemigos exteriores, mañana surgirán otros” [2] El odio es a todas luces nocivo, cualesquiera que sean la intensidad y las circunstancias que lo motivan.

Una vez que el odio nos invade, ya no somos dueños de nosotros mismos y nos resulta imposible pensar en términos de amor y de compasión. Seguimos entonces ciegamente nuestras inclinaciones destructoras. Sin embargo, el odio siempre empieza con un simple pensamiento. En ese preciso momento es cuando hay que intervenir y recurrir a uno de los métodos de disolución de las emociones negativas que describimos anteriormente.

EL DESEO DE VENGANZA, DOBLE DEL ODIO

Es importante señalar que podemos experimentar una profunda aversión hacia la injusticia, la crueldad, la opresión, el fanatismo, las motivaciones y los actos perjudiciales, y hacer todo lo posible para contrarrestarlos sin sucumbir al odio.

Si observamos a un individuo presa del odio, la cólera y la agresividad a la cruda y violenta luz de tales desbordamientos, deberíamos considerarlo más un enfermo que un enemigo. Un ser al que hay que curar y no castigar. Si, en un acceso de locura, in enfermo ataca al médico, éste debe controlarlo y curarlo sin sentir odio hacia él. Podemos experimentar una repulsión sin límites hacia las malas acciones cometidas por un individuo o un grupo de individuos, así como una profunda tristeza en relación con los sufrimientos que éstas han producido, sin ceder al deseo de venganza. La tristeza y la repulsión deben ir asociadas a una profunda compasión motivada por el estado miserable en que ha caído el criminal. Conviene diferencia al enfermo de su enfermedad.

Es importante, pues, no confundir el asco y la repulsión ante un acto abominable con la condena irrevocable y perpetua de una persona. El acto no se ha cometido solo, por supuesto, pero, aunque en este momento piense y se comporte de forma extremadamente dañina, el más cruel de los torturadores no nació cruel y nadie sabe cómo será dentro de veinte años. ¿Quién puede afirmar que no cambiará? Un amigo me contó el caso de un prisionero recluido en una cárcel norteamericana para criminales reincidentes que continúan matándose entre sí en los calabozos. Uno de los cabecillas decidió un día, para pasar el rato, participar en las sesiones de meditación ofrecidas a los presos. "Un día-declara-, me pareció que un muro se derrumbaba ante mí. Me di cuenta de que hasta entonces sólo había pensado y actuado en términos de odio y de violencia, en un estado semejante a la locura. De repente me di cuenta de la inhumanidad de mis actos y empecé a ver el mundo y a los demás dese una perspectiva totalmente distinta” Durante un año, se esforzó en funcionar de un modo más altruista y en animar a sus compañeros a renunciar a la violencia. Un día lo asesinaron con un trozo de cristal en los lavabos de la cárcel. Venganza por un crimen pasado. Si estas transformaciones son infrecuentes es porque, en general, no se proporcionan a los presos las condiciones que las harían posibles. No obstante, cuando se producen, ¿por qué continuar castigando a quien causó daño en el pasado? Como dice el Dalai Lama "Puede ser necesario neutralizar a n perro que muerde a todo el que se encuentra, pero ¿de qué sirve encadenarlo o pegarle un tiro en la cabeza cuando ya no es más que un viejo perro desdentado que apenas se sostiene sobre las patas?[3] Quien ya no tiene ninguna intención de causar mal ni tiene poder para hacerlo puede ser considerado otra persona.

Normalmente pensamos que responder al mal con la furia y la violencia es una reacción "humana” dictada por el sufrimiento y la necesidad de "justicia”. Pero ¿no consiste la verdadera humanidad en evitar reaccionar con odio? Tras el atentado con bomba que causó varios centenares de víctimas en Oklahoma City en 1998, preguntaron al padre de una niña de tres años que había perdido la vida si deseaba que Timoty McVeigh, el responsable de la matanza, fuera ejecutado. El hombre respondió simplemente "No necesito un muerto más para mitigar mi dolor”. Esta actitud no tiene nada que ver con la debilidad, la cobardía o algún tipo de compromiso. Es posible tener una conciencia aguda del carácter intolerable de una situación y de la necesidad de remediarla sin estar movido por el odio. Podemos neutralizar a un culpable peligroso con todos los medios necesarios (incluida la violencia si no es posible recurrir a ningún otro medio), sin perder de vista que no es sino una víctima de sus pulsiones, cosa que nosotros no seremos si conseguimos evitar el odio

Un día, el Dalai Lama recibió la visita de un monje que llegaba del Tíbet después de haber pasado veinte años en los campos de trabajo forzados chinos. Sus torturadores estuvieron varias veces a punto de matarle. El Dalai Lama se entrevistó largamente con él, emocionado al ver a aquel monje tan sereno después de haber sufrido  tanto. Le preguntó si había sentido miedo en algún momento. El monje respondió: "muchas veces tuve miedo de odiar a mis torturadores, pues, si lo hacía, me destruiría a mí mismo”. Unos meses antes de morir en Auschwitz, Etty Hillesum escribió: "No veo otra salida: que cada uno de nosotros examine retrospectivamente su conducta y extirpe y destruya en él todo lo que crea que debe destruir en los demás. Y estemos totalmente convencida de que al menor átomo de odio que añadamos a este mundo nos lo hará menos hospitalario de lo que ya es”[4]

¿Es concebible esa actitud si un asesino entra en su casa, viola a su mujer, mata a su hijo y huye llevándose a su hija de dieciséis años? Por trágica, abominable e intolerable que sea semejante situación, la pregunta que inevitablemente se plantea es "¿Qué hacer después de lo sucedido?” La venganza no es en ningún caso la solución más apropiada. ¿Por qué?, se preguntarán los que se sientan irresistiblemente impulsados a exigir una reparación mediante la violencia. Porque, a largo plazo, no puede aportarnos una paz duradera. No consuela en absoluto y atiza el odio. No hace mucho tiempo, en Albania, la tradición de la vendetta exigía vengarse de un asesinato matando a todos los varones de la familia enemiga, aunque se tardara años en hacerlo, e impidiendo que las mujeres se casaran con la única finalidad de erradicar la fratría rival.

Como decía Gandhi: "Si practicamos el "ojo por ojo, diente por diente”, el mundo entero estará muy pronto ciego y desdentado”. En vez de aplicar la ley del talión, ¿no es preferible aligerar la menta del resentimiento que la corroe y, si nos sentimos con ánimos, desear que el criminal cambie radicalmente, que renuncie al mal y repare en la medida de lo posible el daño que ha hecho?

Aunque tales cambios son raros -tan sólo uno de los condenados de Núremberg, Albert Speer, se arrepintió de sus actos-, nada impide desearlos. En la provincia India de Bihar, conocí a un hombre que había cometido un sórdido crimen en su juventud y que, cuando fue liberado tras diez años de prisión, se consagró por entero a atender a los leprosos.

En los años sesenta, un miembro de la familia reinante de un reino asiático fue asesinado. El criminal fue detenido y enterrado en medio de una llanura de manera que sólo le sobresaliera la cabeza. Luego una treintena de jinetes lanzaron sus caballos al galope y pasaron una y otra vez sobre la cabeza del hombre hasta que la misma  quedó reducida a papilla. En 1998, en Sudáfrica, cinco delincuentes violaron y mataron en la calle a una adolescente norteamericana. Durante el juicio, los padres de la víctima, ambos abogados, dijeron a los principales agresores mirándoles directamente a los ojos: "No queremos haceros lo que vosotros le hicisteis a nuestra hija”. Es imposible imaginar dos actitudes más distintas.

Miguel Benasayag, escritor, matemático y psiquiatra, pasó siete años en las prisiones de los generales argentinos, parte de ellos aislado. Fue torturado en repetidas ocasiones hasta no ser más que puro dolor. "Lo que intentaban- me decía- era hacernos perder la propia noción de dignidad humana”. Arrojaron al mar desde un avión a su mujer y a su hermano.  Le dieron el hijo de su esposa a un militar de alta graduación, práctica entonces corriente con los hijos de los opositores al régimen dictatorial. Cuando, veinte años más tarde, Miguel logró encontrar al general que, según todos los indicios, se había apropiado del hijo de su mujer, se sintió incapaz de odiarlo. Se dio cuenta de que, en una situación así, el odio no tenía sentido, no repararía nada y no aportaría nada.

Por lo general, nuestra compasión y nuestro amor dependen de la actitud bondadosa o agresiva que los demás adoptan con nosotros y con nuestros allegados. Por eso nos resulta extremadamente difícil experimentar un sentimiento de compasión por los que nos perjudican. Sin embargo, la compasión budista significa desear de todo corazón que todos los seres sin distinción sean liberados del sufrimiento y de sus causas, en particular el odio. También se puede llegar más lejos y, movidos por el amor altruista, desear que todos los seres, incluso los criminales, encuentren las causas de la felicidad.

En oposición a la actitud del padre de la niña víctima del atentado de Oklahoma, la emisora de radio norteamericana VOA News describía los sentimientos de la gente justo antes de que se hiciera público el veredicto del juicio contra Timoty McVeigh: "Esperaban frente al edificio de los juzgados en silencio, cogidos de la mano. Saludaron el anuncio de la condena a muerte con aplausos y gritos de alegría”. Una persona exclamó: "¡Llevaba un año esperando este momento!” En Estados Unidos se permite a los familiares de una víctima asistir a la ejecución de su asesino, y con gran frecuencia declaran que se sienten aliviados en el momento en que ven morir al criminal. Algunos incluso afirman que la muerte del condenado no basta y que habrían deseado que sufriera torturas tan crueles como las que él infligió. Kathy, por ejemplo, hermana de Paul, que murió en ese mismo atentado, declaro en una entrevista en la BBC: "Cuando me enteré de que era una de las diez personas escogidas por sorteo para asistir a la ejecución, me sentí exultante. Esperaba que, durante los instantes que precedieran a su muerte, Timoty McVeig sentiría hasta el límite de lo posible un miedo mucho más profundo e intenso que el que puede experimentar un condenado a cadena perpetua[...] Después de la inyección letal, McVeigh exhaló un leve suspiro. Aunque no estuviera permitido, puse contra el cristal una fotografía de mi hermano pensando que le aliviaría ser testigo de la ejecución”. Luego, con la voz quebrada por la emoción, Kathy añadió: "No sé...Espero haber hecho bien”.

Se sabe que la pena de muerte ni siquiera es eficaz como método disuasorio. La supresión de la pena de muerte en Europa no dio lugar a un aumento de la criminalidad, y su restablecimiento en algunos estados norteamericanos no la ha hecho disminuir. Puesto que la cadena perpetua es suficiente para impedir que un criminar reincida, la pena de muerte no es sino una venganza legalizada. "Si el crimen es una transgresión de la ley, la venganza es lo que se ampara tras la ley para cometer un crimen”, escribe Bertrand Vergely.[5]

Una vez oí en la televisión japonesa a un político decirle a uno de sus opositores en plena sesión de la Asamblea Nacional: "Ojalá muriera un millón de veces” Para quien sólo piensa en vengarse, aunque su enemigo pudiera morir un millón de veces, eso nunca sería suficiente para hacerle feliz. La razón es muy simple: la finalidad de la venganza no es aliviar nuestro dolor, sino infligir sufrimiento a los demás. ¿Cómo va a poder ayudarnos a recuperar una felicidad perdida? En el extremo opuesto, renunciar a la sed de venganza y al odio a veces hace que en nosotros se derrumbe, como por arte de magia, una montaña de resentimiento.



[1]Dilgo Khyentsé, El tesoro del corazón de los iluminados, op.cit., comentario del versículo 50.

[2] Dalai Lama Conseils du coeur, Presses de la Renaissance, París, 2001. (Ed. en cast. Consejos del corazón, Relacqua, Barcelona, 2002)

[3] Discurso pronunciado en 1993 en la Sorbona, con motivo de un encuentro de los galardonados en el Prix de la Mémoire.

[4] Etty Hillesum, Una vie bouleversée, op. cit.

[5] Bertrand Vergely, La Souffrance, Recherche du sens perdu, Gallimard (Folio), Pais, 1997.